Archivos Mensuales: febrero 2017

El Chico (nueve)

 

Y así, una vez más en el camino, volvió a viajar por el país. Esta vez fue destinado a un destacamento de guardia cerca de Algeciras, en Palmones. Patrullaban la costa y vigilaban un campo de trabajos que había en la zona del río Guadarranque. La precisión en los nombres la debo a que a mí me tocó hacer el servicio militar obligatorio en Algeciras y mantengo más vivo el recuerdo de nuestras conversaciones.

Una vez licenciado definitivamente, dada su condición de excombatiente en el bando vencedor, queriendo escapar del campo, de la labranza y de las casas grandes, solicitó y consiguió un empleo en Vías y Obras, división de la red nacional de ferrocarriles, que más tarde pasaría a ser Renfe.

A pesar de su falta de formación, siempre tuvo claro que tenía que aprender a leer y a escribir y tomó clases nocturnas durante un tiempo con el cura del pueblo. Recordó lo poco aprendido de pequeño, volvió a escribir, aunque con muchas faltas de ortografía y a realizar cálculos sencillos.

Las costumbres del cortejo en aquellos tiempos eran muy extrañas de comprender para nuestra mentalidad actual. Ir a hablar con la novia, pelar la pava que decían, se hacía a última hora del día, cuando las faenas se habían terminado. En sus recuerdos y los de su esposa estaban presentes las libretas con los deberes impuestos por el cura y la ayuda que pudieran prestarse, ya que ella tampoco tenía mucha formación. De soltera ejerció de peinadora, yendo de casa en casa asistiendo a quien solicitaba sus servicios.

Recién casado y fijo, con una casilla como destino, se enteró de que había plazas de mecánico en los talleres de Renfe y sin pensarlo, se presentó al examen y aprobó. Así mejoró su calidad de vida y la de su familia, ya que la casilla que le serviría como vivienda estaba aislada en un punto kilométrico entre dos estaciones, mientras que el taller estaba al lado de la estación de un importante nudo ferroviario.

Y durante el resto de su vida laboral se dedicó a trabajar en los talleres, sin complicarse la vida con otras ideas que no fueran las de mantener a su familia lo mejor posible. Los primeros años fueron muy duros. De aquella época recuerdo la decepción que sufrió cuando intentó conseguir un traslado y ascenso a otro centro más importante y su esposa se negó en redondo, pretextando miedo a la capital.

Probablemente su intención era darnos una vida mejor, más oportunidades para los hijos aunque el trabajo fuera más complicado para él y mejores prestaciones sanitarias ya que la salud de la esposa era bastante delicada y los centros médicos eran mucho mejores en la capital.

Pero eso no impidió que, por todos los medios a su alcance, tratara siempre de inculcarnos el ansia por aprender y por servir para algo más en la vida que para destripar terrones en tierra ajena, ya que nunca tuvo en propiedad finca alguna que poder trabajar.

El Chico (ocho)

                                    

En su hombro derecho llevó siempre las marcas de una herida producida por metralla, resultante de una de las muchas escaramuzas  en que se vio envuelto durante la acción. Estuvo hospitalizado y para junio de 1939, ya con el alta, le dieron permiso para volver a su pueblo.

Muchas otras historias le debieron suceder durante el tiempo que estuvo sirviendo en el ejército. Pueblos arrasados, de cuyas casas derruidas salían gentes famélicas. Miradas de odio de seres que al Chico le recordarían a sus familiares, de los cuales no tenía noticias. Miseria y tristeza de un país que se estaba desangrando por los cuatro costados.

Cuando volvió a su casa, apenas si le reconocieron y sus hermanas, que habían llevado luto por él desde poco después de su partida, volvieron a vestir de claro e hicieron una promesa, que por supuesto, tuvo que cumplir él mismo años después.

El respeto a los mayores, la observancia del luto y la obediencia siempre fueron normas de conducta en nuestra casa, pero él supo hacerlas asequibles a nosotros para que su cumplimiento no perjudicase a nadie. Sobre esa promesa de sus hermanas, consistente en sacar durante siete años un paso de Semana Santa, recuerdo su comentario mordaz: Es fácil prometer algo y que otro lo tenga que cumplir.

En cuanto al luto, recuerdo los brazaletes negros en sus ropas a la muerte de alguien cercano y su total respeto a sus mayores. Al terminar la guerra, una vez vuelto a casa y ya con una edad razonable, sobre los veintiún años, había estrenado su primer traje. Al salir de misa se encontró con otros compañeros y tras liar un cigarro y encenderlo, al dar las siguientes caladas apareció su padre por la plaza.

El Chico, respetuoso, escondió el cigarro en el bolsillo de la americana del traje, con tan mala fortuna que lo quemó de tal forma que apenas se pudo remendar. Demostrando su respeto, a pesar de haber pasado una guerra y haber sobrevivido a ella, quiso evitar que su padre lo sorprendiera fumando, ya que no tenía su permiso y temía que lo regañase en público.

Gracias a este gesto, tanto mi hermano como yo apenas hemos sido fumadores empedernidos pues en su afán de facilitar las cosas, a la edad de catorce años nos dio permiso para fumar, e incluso a mí, que no tenía ingresos, me proporcionaba un suplemento de dinero para ello. Esta libertad evitó que cuando volvía a casa tras los paseos diarios con mis amigos, no tuviera necesidad de fumarme varios cigarrillos antes de volver con la familia.

Pero una vez más, las cosas no son fáciles para el Chico. Ya licenciado y a la espera de un empleo, recibió una notificación de la caja de reclutas en la que se le llamaba a filas para cumplir el servicio militar por su quinta. Al parecer, los casi tres años de milicia en la guerra, no tenían validez y tuvo que volver a vestir el uniforme.

 

El Chico (siete)

 

Tras un tiempo difícil de calcular, aterido, hambriento y aunque apenas lo mencionó, con la ropa húmeda por las deposiciones debidas al miedo, comenzó a sentir movimiento que se apreciaba viniendo desde la altura donde estaban las ametralladoras y gritos y amenazas.

Los legionarios, tras una tensa espera, estaban comprobando el campo por si quedaba alguien vivo o herido. A los heridos que habían resistido en el campo los fueron aislando y a aquellos que sus heridas se lo permitían fueron obligados a apartar los cadáveres para así dejar campo libre en caso de que volvieran a atacarles.

La tropa atacante se había retirado, no quedando más vestigio de ellos que las mantas y municiones que no se llevaron en la huida. Probablemente los comisarios políticos fueron arrollados por el grueso de los que quedaron vivos y salieron de estampida. Aunque también es probable que fueran ellos los primeros en dar la vuelta.

En cuanto al Chico, fue descubierto por los legionarios que lo hicieron prisionero tal como mandan las normas, pero su estado debía ser tan lamentable que alguno se apiadó de él y le dio una manta para que se cubriera del frío. Así, mal vestido, mal abrigado y sin haber probado alimento alguno en varios días, pasó a formar parte de un contingente de presos que fueron llevados al pueblo más cercano para ser interrogados.

Nunca mencionó el tiempo que estuvo prisionero en ese lugar. Después lo trasladaron a un campo de reeducación donde permaneció varios meses hasta que pudieron comprobar que su historia era cierta. Una vez comprobada, le ofrecieron volver a su lugar de origen o quedarse y luchar de nuevo, ésta vez en el bando contrario.

Muchos años después, cuando yo ya tenía capacidad de entendimiento y podía conversar con él, le pregunté por qué razón no se había vuelto a su casa, si al fin y al cabo era menor y  su ideología no era políticamente clara. La contestación que siempre daba era la misma: Porque me trataron como a una persona.

De sus recuerdos más vivos, la falta de alimentos en su primer destino antes de la batalla, la desorganización y los malos tratos. A más de uno de sus compañeros de infortunio lo golpeaban e incluso amenazaban con el pelotón de fusilamiento si no cumplía las órdenes, por muy descabelladas que éstas fueran.

Y así, lejos de los suyos, sin posibilidad de comunicarse con ellos ya que el país estaba dividido en zonas ocupadas por unos y otros, el Chico se quedó en la más absoluta soledad, alistado en una guerra de la que saldría hecho todo un hombre, pero marcado para siempre por las duras vivencias que tuvo que soportar.

Al no saber prácticamente leer ni escribir, ni tener documentación que acreditase quien era, envuelto en las peripecias de la vida militar fue recorriendo parte del norte de este país en una compañía de infantería, formada por un crisol de gentes de las más diversas procedencias. Nunca supe a qué regimiento o bandera perteneció, aunque  seguro que hay algún registro donde aparece su nombre.

Recorrió parte de Aragón y Cataluña. Estuvo a lo largo de la margen del río Ebro y de su estancia en Zaragoza le quedó una devoción inmensa por la Virgen del Pilar. Tanta devoción que a sus hijos los llevó a ser pasados por el manto de la Virgen, costumbre que quiso extender también a los nietos.

El Chico (seis)

   

Como toda la tropa no era voluntaria y existía la desconfianza de que en cualquier momento se pasaran al enemigo, cada uno de los integrantes de aquella leva fue enviado a un sitio diferente y recomendando su vigilancia. Al Chico lo enviaron camino de Barcelona. Tras un viaje de varios días en tren, en viejos camiones y al final, caminando, llegó a su destino en un batallón de voluntarios que debía parecer cualquier cosa menos soldados. Sin apenas formación, dirigidos por un viejo sargento que casi no podía moverse, comenzaron un breve periodo de instrucción, con el fin de saber manejar los fusiles que les habían dado como armamento reglamentario.

El Chico recuerda su estupor ante aquellos pobres infelices, que procedentes de lo más granado del Barrio Chino de Barcelona, con ardoroso valor, decían no tener miedo ni a la muerte ni a los moros de Franco. Sin apenas tiempo para la  instrucción y apresuradamente, ya con el invierno encima, los desplazaron hasta cerca de Zaragoza como tropas de refresco para sustituir a soldados regulares que regresaban de primera línea.

Poco antes de Navidad recibieron la orden de avanzar hacia una zona en la que el enemigo se había atrincherado, para tomar un pequeño cerro en el que había una ermita, custodiada por un grupo de legionarios. Antes de la lucha, se les repartió algo de comida y unas botellas de licor, para que se reconfortaran y el frío no los estorbase a la hora de atacar.

Atacaron la posición a pecho descubierto, los más bebidos en cabeza, los menos en medio y detrás unos comisarios políticos pertenecientes a la CNT que advirtieron que a cualquiera que se volviera lo matarían ellos mismos, pues retroceder era un acto de cobardía penado con la muerte.

Durante el primer momento del avance, subieron más de la mitad del cerro sin que nada ni nadie les molestase en el camino. Llegaron a pensar que la posición había sido abandonada,  hasta que un par de ametralladoras estratégicamente colocadas comenzaron a disparar sobre ellos. En el primer momento, el desconcierto y la falta de preparación militar fueron decisivos para que el suelo quedara lleno de cuerpos.

Muertos, heridos, gritos, lamentos… todo un inmenso campo quedó cubierto de cadáveres y bultos tendidos. Tras la primera oleada, los que habían quedado en retaguardia para el segundo asalto, no se movieron de sus posiciones y se produjo una tensa calma.

El Chico, asustado hasta la médula, en cuanto sonaron los primeros disparos se tiró al suelo y soltó el fusil. Delante de él ya habían caído algunos cuerpos y reptando como pudo se refugió en una depresión que le cubría del fuego, así como los cuerpos de los caídos que formaban montonera.

Asustado y temblando, se quedó quieto en su escondrijo pues tras la calma, cuando los heridos que podían moverse comenzaron a levantarse, las ametralladoras volvieron a sonar acabando con las esperanzas de aquellos infelices. El silencio se volvió a sentir y durante un día y medio, al raso, con frío y sin comer nada, el Chico aguantó sin saber qué hacer. Si se levantaba era hombre muerto. Si conseguía volver a su línea, su futuro era aún más incierto, pues había perdido el fusil.

El Chico (cinco)

Los hombres que trabajaban las tierras siguieron haciéndolo mientras no fueron llamados a las armas. El Chico siguió sirviendo en la casa, y todos los días llevaba la comida a las parejas que había en la cárcel y noticias de cómo iba todo por el pueblo, de cómo se recuperaba el abuelo y de la marcha de la guerra.

La casa fue registrada a conciencia buscando joyas y dinero que, según algunos de los milicianos, debían tener escondidos en alguna parte. La farmacia daba beneficios y había bastantes tierras cultivadas, que requerían mano de obra a la que había que pagar.

Basándose en esa lógica, tenía que haber joyas y dinero, por eso todas las noches sacaban a las mujeres de la prisión, a darles un paseo. El paseo consistía en una vuelta al patio de la prisión, empujadas por las armas que portaban los milicianos, acosándolas a preguntas sobre el dinero, las joyas etc. que servirían para comprar más armas al gobierno de la república.

Ignorante de todos estos tejemanejes, el Chico acudía puntualmente a llevar la comida y la cena todos los días. Le dejaban entrar y salir, siempre escoltado por una persona armada y a veces le interrogaban sobre los mismos temas, pero con cierto recelo, ya que lo consideraban aún muy joven.

La situación se prolongó hasta bien entrado septiembre, época de vendimia. El Chico estuvo atendiendo a los trabajadores que se dedicaban a la recogida de la uva y no supo que se había separado a las parejas. Ahora se encontraban los hombres en un lugar y las mujeres en otro con lo cual tenía que ir a llevar comida a dos sitios diferentes.

Una autoridad militar llegó al pueblo para impartir justicia a todos los encarcelados, ya que las cárceles estaban atestadas y no había suficientes jueces para hacerlo. Sin apenas oír a los acusados, les ofrecieron el perdón si se alistaban como voluntarios en los batallones que se estaban creando para contrarrestar la ofensiva que se preveía durante el siguiente otoño.

El Chico tuvo la mala suerte de ir a llevar la cena una noche antes de que los presos fueran enviados a distintos batallones para prestar servicio de armas. Cuando solicitó que le abrieran la celda para salir, le dijeron con mucha sorna que ya saldría al día siguiente camino del frente.

Y así, sin previo aviso, sin poder avisar a su familia, el Chico emprendió la aventura de la guerra. Dos meses después apareció su nombre en una lista de muertos y desaparecidos y en su casa le guardaron luto hasta finales de 1939, ya terminada la lucha oficial.